1°. La mujer invisible
Amigos, ordenando mi ropero encontré el
vestido. Negro, ajustado, divino, lo había usado muy pocas veces. La última, la
boda de la hermana del hombre bello. Ella me había invitado a la ceremonia de
la iglesia, él a la fiesta. Yo no quería ir a ninguno de los dos eventos. Temía
encontrarme con “la otra”. Aunque yo era la otra, y lo que temía era
encontrarme con la novia de él. Los amores ocultos no duelen mientras son
ocultos, mientras suceden puertas adentro. Compartir espacios con la otra mujer
es… Mejor no encontrar la palabra.
La cosa es que él me había pedido que fuera, asegurándome que ella no estaría, lo había
expresado sin culpa, casi con ingenuidad, como si eso lo corrigiera todo. Pero
yo solo accedí a ir a la iglesia. Una vez allí, él me insistió hasta el
cansancio que no fuera tonta, que fuera a la fiesta, que iba a estar buena, que
me estaba invitando él. Y sí, amigos, una no es de fierro. Empecé a flaquear,
después de todo, me había cortado el pelo para la ocasión, el vestido me
quedaba pintado, tenía zapatos nuevos, un chal divino… Además, había una
conocida de la milonga, Inés, así que no iba a estar sola. Todas excusas,
claro, como me lo advertía esa vocecita en el fondo de mi cabeza, a la cual
decidí ignorar.
La fiesta era en el salón de un gran hotel
del microcentro, a todo lujo. Bailé poco y comí menos, siempre junto a Inés,
que aunque no éramos amigas, habíamos compartido alguna mesa en el Salón
Canning y lo teníamos a él como ligazón. Él se me acercaba y alejaba con
cautela, no se comportaba como mi amigo, lo cual era una estrategia estúpida,
dado que si vas a fingir, entonces mejor hacelo bien. Habíamos sido amigos por
años, antes de cometer el error de pasar a ser otra cosa. Estaba muy lindo con
su traje, por alguna razón se lo veía aliviado, tal vez porque no era él el que
se casaba. La sola idea del compromiso lo ponía a girar en falso y sin freno,
dudaba de tener un gato, mucho más una esposa, una familia. El departamento que
se había comprado, de tres pisos, era un oxímoron en su vida. o ya había felicitado
formalmente a la hermana del hombre bello por su casamiento, Inés no paraba de
hablar y reírse y ya me estaba agotando, cuando de golpe él la toma de la mano
y la planta delante de sus padres para presentarla como su amiga de la milonga.
Sentí que me clavaba algo en la espalda. Me dejó parada sola, observando la
escena a un metro de distancia. Empecé a mirar para todos lados como en cámara
lenta, por alguna razón sentía frío. La otra hermana de él se me acercó y me
dijo: “Él no nos va a presentar, yo soy su otra hermana, vos debés ser Paula, ¿no?”.
Sí, le respondí casi sin voz. ¿Sabría ella de mí? No entendía para qué él me
había rogado que fuera a esa maldita fiesta. El acto de dejarme clavada sola en
el medio del salón era más evidente que haberme presentado junto con Inés a sus
padres. Así, yo quedaba como algo que no encajaba… Ya tenía ganas de irme, pero
pusieron un tango. Creí que él me iba a sacar, después de todo yo era bailarina
y les había dado unas clases a su hermana y el prometido. Pero sacó a bailar a
Inés. Se hizo un círculo y dieron como un show que terminó en aplausos… Me le
fui al humo y lo encaré: ¿Qué estás haciendo? Él no pudo responder, miró para
todos lados, desesperado, no fuera que mi actitud despertara sospechas. ¡Su
actitud despertaba sospechas!
Él me había tratado todo el tiempo como la
mujer invisible, la mujer incómoda… Pero deseada. Venía a mi casa los martes y
algunos domingos, se volvía loco conmigo… pero le cocinaba faisán a la otra. Yo
era la mujer invisible en su vida, pero también en la mía. ¿Qué hacía yo ahí?
¿En ese lugar, en esa historia?
Hui del salón y salí a la calle, recién
empezaba a atardecer. Comencé a correr con los tacos de 10 centímetros , con
la falda súper ajustada, corría como espástica y no me importaba nada, solo
quería que nadie me viera las lágrimas. Corrí hasta la parada del 152, porque
no tenía dinero para el taxi, y lloré hasta que llegué a mi casa. Seguí
llorando tres días seguidos, al cabo de los cuales lo llamé. No lo quería más
en mi vida. Que no me molestara, que no me llamara ni nada, le pedí. Él
prometió hacerlo, respetar mi decisión, después de todo me tenía aprecio, según
él éramos amigos. Pero no lo hizo. No podía deshacerse de su “amiga”, aunque sí
de la mujer invisible, por una razón simple y cobarde: si Paula dejaba de estar
en su entorno, entonces debía ser por algo, y ese algo era lo que él se
esforzaba en negar: que habíamos tenido una historia. Siguió invitándome a
asados grupales y cosas por el estilo, hasta que le mandé un mail amenazándolo
con enviarle mails a sus amigos contando la verdad. Podía imaginarlo blanco de
terror mirando la pantalla de la computadora al leerme. Se ofendió, no entendía
cómo yo podía ser tan poco “civil” y “racional”. Usó esas palabras. Le dije que
el poco racional era él, que por cubrir su “error” no podía respetarme a mí y
dejarme ir. También le dije que jamás habría hecho nada para perjudicarlo.
Después de eso, no me escribió más. Entendió, supongo.
Me puse el vestido. Todavía me quedaba. Me
acordé de mí misma corriendo por Florida, diciéndome por qué te metiste en esto,
con el rímel corrido, el chal fucsia alrededor de mi cuello a lo Isadora
Duncan, las rodillas entrechocándose porque el vestido era de sirena…
Por suerte, él ya está en el pasado.
¿Y yo, dónde estoy? ¿Sigo siendo la mujer
invisible? ¿Habré aprendido algo?